Esa fue nuestra última noche juntos. Por la mañana
cada uno partió a sus labores cotidianas de día lunes. Le dejé el desayuno
listo como todos los días pero con un regalito, ya que era nuestro quinto
aniversario.
En una vitrina del mall que habíamos visitado el día anterior,
vimos una bufanda amarilla de la que se enamoró, decía que la necesitaba ya que
sus viajes, por lo general, eran en lugares de mucho frío, y debía proteger su
garganta para nunca dejar de cantarme, le gustaba imitar a residente de calle
13, así que no lo pensé dos veces y sin que se diese cuenta, la compré mientras Él
pagaba una cuenta.
En casa la envolví en un papel de arroz color rojo que tenía
guardado desde hace mucho, y lo rocié con el perfume que tanto le gustaba, y que
me había obsequiado para mi cumpleaños.
No tuvimos comunicación ese día sino
hasta el almuerzo, mi día estaba a full con las reuniones de la empresa, las
visitas a los clientes y el viaje extraordinario que me delegaron a Valparaíso,
pero no importaba lo estresada que estuviera, oír su voz siempre me daba paz.
La cobertura telefónica en Farellones, en donde le tocó inspeccionar obras esa
semana, era bastante mala, por lo que fue muy poco lo que pudimos hablar. Ya de
regreso en Santiago pensaba en llegar a casa y descansar, pero aún tenía que
hacer las compras en el supermercado, por lo que una vez en el departamento me
baje de los tacos, me vestí sport y como necesitaba relajarme un poco, preferí
dejar el auto para así caminar y evitar los bocinazos de la ciudad. Así lo hice,
avancé lentamente hasta que una multitud me detuvo, miraban anonadados la pantalla
gigante que hay en la esquina del paseo Ahumada con calle Moneda, la que mire
asustada después de oír a una señora que se lamentaba diciendo –Ya no más, no
quiero saber de otra tragedia- Pero lo único que alcancé a leer fue “Tragedia
en la montaña”, y luego publicidad. Mi corazón saltó, pero pensé –Las malas
noticias son las primeras que se saben- y seguí mi camino. Compre carne, un
buen vino y la torta de manjar lúcuma, la favorita de Jorge, quería que cuando
regresara de trabajar estuviese todo listo para festejar.
Eran las diez de la
noche cuando por fin oí ruido en la puerta y salte de felicidad, pero la puerta
no se abrió sino que tocaron el timbre. Miré y era Alberto, jefe y amigo de mi
esposo, abrí, y su rostro de tristeza me paralizó, nos sentamos y con dolor me
contó sobre el accidente que a mi “George” me arrebató. Después de abrazarme y
llorar juntos se marcho, pero al minuto regresó –Se supone que era Él quién te
lo entregaría- decía mientras me extendía su mano con un sobre con documentos
-Lo recibió esta mañana y nos comentó que no existía mejor regalo para ustedes
que este-. Después de despedirlo una vez más, cerré la puerta, abrí el sobre y
leí, pero las lágrimas que trataba de contener, volvieron a caer cuando vi que
la petición, que por años habíamos insistido, por fin habían aceptado, por fin
podríamos ser padres, nos habían aceptado la solicitud para poder adoptar un
bebé.